La
enseñanza, como tal, ha perdido mucho de su solemnidad. Estamos dejando atrás
el modelo estático en donde el profesor –considerado una especie de Dios, y un
Dios punitivo, valga la afirmación es el que derrocha sabiduría: de ahí su
superioridad, y toda duda merecía la desaprobación, cuando no la
descalificación, del que se atreviera a hacerlo. Los estudiantes, que eran el
eslabón más débil, debían escuchar, tomar apuntes (como sea, pues a nadie se le
ocurrió darles una formación para eso y aprenderse todo de memoria hasta que
llegaba el temido examen).
Todo
eso, afortunadamente, está cambiando. El profesor no tiene que soportar la
carga de ser semidiós (aunque algunos, supongo, han de extrañar el poder); pero
ese poder se ha transformado. Sin entrar en anarquías, o hacer revueltas, el
papel que el estudiante tiene en su propia enseñanza es vital, por la simple
razón de que son éstos -los alumnos- los que van a aprender, y no textos para
repetirlos de memoria, y olvidados una vez que pasen el examen.
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